Relucían como soles en sus pies y, lo que era mejor todavía, le resultaban cómodos como guantes. Fue girándose ante el espejo para ver el efecto desde todos los ángulos posibles: Perfecto. La caída del pantalón recubriendo parte del talón hacía destacar más aún el brillo de los zapatos que, por otra parte, hacía juego con el resplandor de su pelo engominado de domingo.
Se sentía feliz como lo que era: un niño con zapatos nuevos. No cambiaría su calzado ni por las botas de siete leguas ni por los deportivos de Pau Gasol con todas sus tiras reflectantes ni por esos zapatos con ruedas en el tacón que pueden usarse como patines por los pasillos de los centros comerciales. Los suyos eran los zapatos que más le gustaban, con los que había soñado desde que los habían puesto en el escaparate.
Sonrió pensando en la impresión que iba a causar en la fiesta de su cumpleaños: todo el mundo se quedaría asombrado del estirón que había dado durante el verano. Sí, ya era todo un hombrecito, como le decía su madre, y nadie podría burlarse ya de quien usaba pantalones largos y zapatos con cordones.
Bueno, su prima. Ella era muy traviesa. Seguro que no perdía la oportunidad de darle un pisotón para estrenarle los zapatos nuevos... Imaginó la huella de la pisada empañando el brillo de sus queridos zapatos y se puso rígido. No, era mejor que no se acercara a su prima; por bien que los dos se entendieran y compartieran secretos, aquel día iba a ser mejor mantenerse lejos de ella.
¿Y los vecinos de la casa de al lado? Buenos partidos de fútbol que jugaban siempre que tenían oportunidad de reunirse, como en el día de la fiesta. Él, como buen delantero, chutaba duro y solía marcar más goles que nadie. Pero hoy, con sus zapatos nuevos... imaginó los estragos del balón sobre barniz pulido del calzado: No, mejor no acercarse al patio trasero donde sonaban ya los balonazos de sus amigos.
De quien no sabía muy bien cómo protegerse era del perro, aquel peluche juguetón que, precisamente, solía entretenerse con los cordones de los zapatos. Ya veía sus lindos zapatitos llenos de la saliva del can, arañados por las uñas y los dientes del chucho. Si no tenía cuidado, los zapatos iban a quedar hechos una pena.
Cuando, por fin, bajó al jardín se encontró con que todo el mundo lo esperaba sonriente y cargado de regalos para felicitarlo por su cumpleaños. Pensó en lo que le aguardaba: tirones de orejas, abrazos, pisotones, zalamerías del perro... Tragó saliva mientras pensaba en la mejor forma de proteger a sus zapatos de la avalancha que se avecinaba.
Con el primer pisotón se le llenaron los ojos de lágrimas. No por el dolor, sino de rabia de imaginar sus zapatos mancillados. Estuvo a punto de montar un berrinche para defender la integridad de su calzado pero entonces recordó que ya era todo un hombrecito con pantalón largo y zapatos de cordones. Vio las sonrisas de todos sus familiares y amigos, las cabriolas del perro, el balón aguardando por el saque de honor y a su prima, con el aire pícaro de esperar la mejor ocasión para mancharle bien los zapatos.
Y, entonces, pensó que, al fin y al cabo eran sólo unos zapatos; que antes o después se arrugarían y cogerían polvo, que se mojarían de lluvia y se llenarían de barro...
Entonces, se encogió de hombros y se dejó apretujar mientras abría los regalos. Luego, sin pensárselo dos veces, se fue con los amigos a jugar al balón mientras su madre terminaba de preparar la merienda.
Al final del día, los zapatos estaban hechos una pena. Pero él había jugado al fútbol, se había divertido con el perro, había corrido con su prima y, sobre todo, había sabido aceptar que los zapatos son para sólo para eso, para andar arrastrados por el suelo. Ya los limpiaría luego.
Sí, verdaderamente se estaba haciendo todo un hombrecito.